Colón, Entre Ríos, al Primer día del mes de Enero del Año dos mil quince.

 Estoy en este fin y comienzo de año, cuando se cree en el renacimiento (algo nuevo nace con el nuevo número del tacómetro de la vida de todos los occidentales). Y ese soy yo. El año nuevo verá a un nuevo yo, irremediablemente no seré el mismo del año que feneció.  Es la época donde todos nos deseamos felicidades, y pocos sabemos de qué estamos hablando (descubrir qué es la felicidad nos lleva al menos una vida, y a veces más, dicen los budistas) otros dicen que la felicidad es un camino…y de eso se trata este puñado de caracteres.

 Arrancar la página imaginaria de un almanaque de taco de los de antes. Encontrar que no hay más hojitas, y que hay que colgar un calendario flamante, es para muchos una página en blanco.El cruzar ese límite inventado por un señor que consideró que medir el tiempo era igual a controlarlo, supone procesar un rápido scaneo de nuestra vida (balance es obsoleto, scaneo es mas tecno, o nerd), y proponerse ajustes para ir rapidito al Nirvana (otra vez los budistas aportando). O ser mejores, o más felices, o achicar el pánico.

 Pues bien: en ese estado reflexivo introspectivo me encontraba, aprovechando el estado de tenso relax que me proporciona manejar en terrenos poco conocidos y deslumbrantes. Heme allá volviendo de los Esteros del Iberá, con mi compañera de camino, Tere, luego de esperar que las lluvias amainaran y nos dejaran salir de nuestra ex posada, que a partir de un momento pasó a ser prisión.  Clave coincidencia: dije compañera de camino, en clara figuración a la vida como ruta, sendero. Y nos tocó el desafío de atravesar un camino que nos propuso una aventura importante, para atravesarlo. Pensábamos juntos qué enseñanzas, ideas, reflexiones, nos dejaba este laberinto adrenalínico.

Primero: que la dificultad planteada, nos obligó a aplicar la paciencia, esperando que la naturaleza nos diera turno, sin poder hacer nada de nuestra parte.

 Segundo: que no podíamos controlar todo, ni el horario de partida, ni tomar decisiones que hiciera apurar nuestro regreso…sólo esperar condiciones mejores de parte del cielo.

 Tercero: una vez plantados en el barroso «enemigo a vencer» de 80 km de largo, teníamos que respetar una máxima: no salirnos de la huella que encontráramos. Una huella que tenía que estar, que no sabíamos quien o quienes la habían hecho, y que una vez pisada por nuestro vehículo, esa huella, consolidada por nosotros, le iba a servir a quien viniera detrás, ¿a quien tampoco conoceríamos…No es la vida un poco así? Leía recién de Mamerto Menapace, que nuestra vida debería tener tres objetivos a cumplir: aprender a amar, a ser felices y dejar una huella. Agrego que aprendiendo de las huellas que otros dejaron, aquellos que conocemos, como nuestros padres, maestros de la vida, amigos, profetas, un tal Jesús en la tierra, entre otros, y otros tantos que no conocemos, pero han agregado sabiduría a la humanidad toda. El Universo todo es una huella que debemos respetar, y que nos fue dada al nacer. Nada hicimos por recibir la vida y su escenario. Es de buen nacido devolver al menos lo mismo que recibimos, y un poquito más. Y agradeciendo.

 Cuarto: amasar con paciencia metro a metro, disfrutando a la vez del paisaje. Que no sólo era cuestión de llegar, sino asombrarme de lo que el parabrisas proyectaba y mis sentidos eran capaces de captar. Lo que se dice: Disfrutar del camino, la vida, y no poner en primer lugar llegar a la meta, al asfalto. Al andar se hace camino…

 Quinto: que hay que tomar la decisión de enfrentar un camino difícil, un monstruo insondable, escondedor, no era solo cuestión de seguir la huella. Ser audaces. El camino de ida no era el mismo de la vuelta, producto de la lluvia caída y el transito que habría modificado la topografía vial. Por lo tanto, enfrentarse con lo desconocido, implica transitar un terreno áspero, en cierto sentido prepotente. Salir de mi zona de confort. Y si hay algo que aprendí tiempo atrás, es que estar voluntariamente incómodo me permite ser, una vez traspasada la zona molesta, un poquito mejor. Y haber superado los ochenta y pico de kilómetros de barro, lagunitas y piedras, me agregó más experiencia en manejar en barro, en domar mi ansiedad de cumplir con el plan de viaje propuesto, y en confiar en el Director de la Orquesta de la Naturaleza. Claro que no dejé de apreciar el asfalto. La vida esta ahí, esperándome, yo tengo que ir a su encuentro. Ser protagonista, y no víctima.

Sexto: en este artificio humano de querer asesinar incertidumbres, creando y siguiendo mediciones como los pronósticos meteorológicos, volví a confirmar que ninguna fuente escudriñadora del clima acertó en sus predicciones, no con la precisión que necesitábamos: lluvia si o no, día y hora del fenómeno. Abrevando en las fuentes del libro El Cisne Negro, la vida esta plagada de hechos inesperados, que cambian fuertemente nuestros planes. La necesidad de manejar nuestras decisiones en virtud de lo que arroje una planilla de Excel (terrible invento de la Humanidad). O sea, tener un dato «cierto» (ciertamente no se va a verificar en la realidad), me enseña que tengo que estar preparado a las sorpresas, y por ello pertrecharme para esa condición: aprovisionarme con recursos que permita capear el temporal (nunca mejor aplicada esta frase lista para usar). Recursos de tiempo, materiales y la escasa calma donde se cosechan las mejores decisiones.

Gracias a esa experiencia y al haber estado presente, entendí un poco más de la sinfonía de la naturaleza, donde cada ser tiene una función que cumplir. Donde un pez se alimenta de insectos, que comparte con las aves, y que algunas de ellas se alimentan de esos peces, como los yacarés. Estos, que desovan gran cantidad de crías, ya que son muy frágiles y algunos neonatos quedan en el camino, a merced de otros predadores. Que un pajarito, el picabuey, se alimenta de los parásitos que el carpincho sufre. Y que el alimento de algunos animales contiene la semilla para su propagación a otras tierras, que son sembradas por las deposiciones de los animales que las comieron. Que la noche contiene actividades para los animales, distintas a las diurnas. Y que las alteraciones de todo ese equilibrio sistémico, (como aclararía un ex Jefe de Gabinete chaqueño) generalmente humanas, son nefastas para la Orquesta. Mi visita a los Esteros del Iberá, me regaló este puñado de pensares que traté de garabatear más arriba. Además de seguir disfrutando de los mejores mates, los de Tere a mi derecha, en ruta, y de su compañía.

 Espero poder ser un poquito mejor persona este año: seguir aprendiendo a amar, ser feliz y también dejar una huella. Es una manera de ser agradecido a aquellos que dejaron su huella en el camino de los Esteros y en mi vida.

 Amén.

Nota: fotos de mi autoría.

 

Por favor compartir y comentar