Desde pequeños nos identificamos con nuestros padres, si hemos sido afortunado de tener a ambos, o sino a alguno de ellos. Luego un equipo de fútbol puede ser introducido en nuestras pieles para marcarnos para toda la vida y somos de ese cuadro por siempre. Crecemos y nos embanderamos con un cantante o grupo musical. Vamos sofisticando nuestro “paladar” y empezamos a elegir la marca de cerveza, la ropa, los autos. Comienza a cautivarnos el storytelling (relatos) de las marcas comerciales. Algunas religiones e ideologías, o reivindicación de determinados derechos también nos dictan cómo mostrarnos, qué colgar de nuestras carteras, cómo y de qué hablar. He visto cómo peluquerías, ahora llamadas barberías, hacen un esfuerzo marketinero con más o menos acierto y gracejo, en lograr desarrollar un ambiente e invitar a los clientes a sentirse parte exclusiva de ese entorno. Nos ponemos en una vereda junto a los que eligen igual que nosotros. Eso sí: siempre libremente. O casi.
Identificarse con estos grupos cada vez mas reducidos significa pensar, vestirnos, movernos, escuchar, hablar como uno más de ese segmento identificatorio. Pero siempre conscientemente nos sentimos únicos, reconocidos. Este recurso inconsciente de nuestra mente nos empuja a encontrar grupos de referencia para sentirnos protegidos. La mente tiene como función única protegernos de los peligros. Estar o sentirnos solos es verdaderamente riesgoso para ella. De allí que necesitamos lograr rearmar nuestra familia nuclear, original, estar con quiénes son como nosotros. Además, la mente ahorra esfuerzos en comprender a quien piensa distinto, sólo asocia con lo conocido y queda en alerta por cualquier peligro subyacente. Y nos convencemos que así se debería pensar y sentir, que así siempre fuimos.
¿Qué decir de las nacionalidades? Nos han empujado por decenas de años a sentirnos orgullosos de nuestro origen, desconociendo la valía de los otros territorios donde la gente siente espejadamente lo mismo. Las banderas pueden separar más que el muro de las fronteras. Lo mencionaba en mi artículo anterior “¿Cuál es tu límite?”. “Yo soy así…no voy a cambiar…es mi personalidad fuerte”.
Creo que el “nosotros” no se impone, sino que se construye a partir de las individualidades en un nivel horizontal, no desde arriba hacia abajo.
Lo que estoy planteando no significa que esté alertando sobre algo nocivo u observable en participar, acompañar, elegir, aplaudir, perseguir, admirar equipos de fútbol, marca de ropa, cantantes, religiones, causas sociales. Lo que quiero poner es una chispa de luz en el riesgo de confundirnos y ser en tanto y en cuanto pertenezcamos a esos colectivos. Como lo veo primero tenemos que saber quiénes somos para entonces elegir conscientemente.
Es el conflicto ficticio entre yo o el otro. Si el otro está me quita algo a mi yo, la vida asi entendida es de suma cero, no es creativa, abundante. Es así para el ego. Para nuestra esencia la conciencia de unidad no discrimina, suma, integra. El ego fue necesario para consolidarme como independiente de mis padres. El paso que sigue es la individuación, entendiendo este proceso por su etimología: indiviso, sin fracturas, íntegro. La individuación implica el reconocimiento de la unidad con todos.
La herramienta del Ikigai (“propósito de vida” o “razón de ser”, en japonés) propone encontrar nuestro propósito de vida individual y actual, a través de un camino de autoconocimiento profundo y práctico. Si no sabemos a donde queremos ir, y para que estamos en esta vida, a la que no pedimos venir, no suena razonable adherirnos a tal o cual grupo o tribu, creyendo que define nuestra identidad, consciente o no. Si no sabemos para donde vamos, no es coherente elegir nuestro vestuario y armar el equipaje. El riesgo es fundirnos en el grupo de pertenencia, perdiendo la individuación esencial. Conocer mi propósito de vida es un objetivo de este camino para ser con el otro, reconocer mi aporte único e irrepetible al nosotros. Es dar de manera natural, fluida.
Llegar a encontrar la conjunción de los cuatro aspectos que componen el Ikigai:
- Qué me gusta. Inclinaciones, preferencias.
- En qué soy bueno. Habilidades.
- Por qué me pagan o podrían pagarme. Aptitudes percibidas como valor por otros.
- Qué es lo que el mundo/mercado necesita. Utilidad material de mi aporte.
implica un viaje aventurado y fascinante a mi presente, a mi esencia, a mi ser. Ese proceso me aporta saber quién soy, por qué me pasa lo que me pasa, por qué reacciono de esa manera, con qué actividades me descubro prescindiendo de la noción del tiempo, de dónde vienen mis pensamientos.
También es imprescindible la coherencia en nuestra vida respecto a nuestro cuidado en la salud, la nutrición, el descanso y la actividad física. Alinear nuestro ser en ese viaje hacia ese horizonte es lo que propone el Ikigai a medida que lo vamos descubriendo. Nuestras emociones son nutridas por nuestros alimentos y producen pensamientos y acciones teñidas de lo que comemos. Y no hay cambios ni transformaciones sin acciones ni movimientos.
Es un privilegio de unos pocos subirse a este colectivo de saber nuestra razón de ser vital, práctica no utópica o ideal. Unos menos siempre lo tuvieron claro, otros en su mayoría lo tuvimos que buscar, despejando las nubes de las incoherencias, las ausencias de atención a nuestro presente, las marchas con piloto automático.
Mi propuesta es a Viajar de la mano a tu esencia, a tu niño inicial, al comienzo. Tu pasaporte no tiene vencimiento. Animate.