Hablaré, escribiendo, del tiempo. Aprendí a registrar el paso o mejor dicho la existencia de una dimensión del tiempo con los almanaques de taco que mi papá y mi tío le conseguían a mi abuelo Bernardo. Cada día era un papelito que, arrugado y exhausto, iba al tacho de basura. La altura del taco anual enflaquecía de esa manera cruel, arrancando hoja por hoja.
A mi abuelo le gustaban esos almanaques, quizás porque colgado de la pared veía pasar la vida más rápida que desde su escenario pausado de la calle Pedro Tuella en Rosario, entre mate y mate con Margarita, nombre artístico de Juana, su esposa y también mi abuela materna. Mi mamá decía que tomar mate era perder el tiempo. Nunca estuve de acuerdo con eso.
Creo que a mis ocho años hice la cuenta por primera vez de cuántos años tendría cuando llegara el año 2000. No me había detenido a pensar si el siglo terminaba ese año o el anterior. Menos consideraba si habría problemas
con las computadoras. La única que sabía de su existencia era la que procesaba la Misión Apolo en la NASA, calculando el recorrido que al año siguiente haría la Apolo XI, en julio más precisamente. Este acontecimiento me conmocionó: aun recuerdo cómo brillaba el piso lunar en mi televisor blanco y negro a válvulas. Cómo bailaba intentando pisar firme Neil Armstrong.
También recuerdo otro artefacto a válvulas y volador, que detuvo su caída en mi cabeza, desde el armario donde ella descansaba. Yo quise trepar el mueble, en mi dormitorio de la calle Neuquen, luego Roberto Arlt y hoy Gregorio Aráoz Alfaro. La calle ganó en letras de su denominación, pero no en su extensión ni ancho.
Calculé que tendría 40 años en el 2000. Las ventajas de nacer en un año redondo, el 60. Todo termina en 0.
Recuerdo, con la música de un jingle de la tele, cuando mi papá cumplió los 43. La canción que vendía los cigarrillos 43/70 aportaba un hecho para la sincronía y la numerología, que no conocía. Qué grande era papá con esa edad!. Poco más que la mía en el 2000, pero para eso tendría que esperar.
Hace poco (tiempo) descubrí que la mente sólo opera en el presente: que si juega con el pasado, ordena al cuerpo que lo viva como si fuera hoy. Recordar: volver a sentir. Y si se entretiene en el futuro, proyectándolo, se desatan emociones en el ahora, de las positivas y de las otras. Y que la clave para mantener la calma interior es estar en el presente. Espiritualidad y neurociencia se dan la mano, con distanciamiento social de por medio.
El Kronos y el Kairós, y también Aión. Conceptos que aportaron los griegos, cuando tenían más tiempo para pensar.
El almanaque de mi abuelo (Kronos), sus mates en la vereda (Kairós) y su casi centenaria vida (Aión) están presentes hoy. Nació en 1900, más redondo imposible.
La pandemia estira el Kairós de una manera sorprendente. Empedrado con un día tras otro, la restricción de desplazamientos considerables en la dimensión territorial, el confinamiento, se me ha trastocado el ritmo percibido en mi Aión cotidiano. Y estoy llegando lenta y rápidamente a mis 60, otro número redondo, idéntico al año de mi nacimiento, la largada de mi Aión.
Hay trazos de mi línea de tiempo cronológico que se borronean. Otros, producto de sus huellas y permanencia en este presente de hoy (frase de doble sentido), parecen dibujados o mejor cincelados de manera ancha y profunda. Como me parecía de ancha la General Paz que tomábamos en el auto de papá (y sin Pipo Pescador) para ir a Rosario a recalar en la casa de mis abuelos. Allí percibía un Kairós al ritmo del río Paraná, también ancho y profundo, que acaricia aún hoy las barrancas rosarinas.
Me aparece ahora la sensación del tiempo infinito, en la ruta todavía de tierra, la 9, donde el auto en el que íbamos mis padres y mi hermano se empecinaba en dibujar zigzagueos de banquina a banquina, gracias al barro inasible por los flacos neumáticos del Valiant III, pesado y enorme.
Lo que se hacía efímero era el Kronos de las fiestas de Navidad en Rosario. Nutridos de primos, clericó (sin alcohol) y petardos, las noches calurosas y humedad de mi ciudad materna, se volaban como las cañitas voladoras que mi tío Omar, el más joven de los hijos de mi abuelo, sincrónicamente mi tío, encendía en la rotonda de la esquina.
Un día cualquiera mi niñez comenzó a apurar el paso para ser grande. Pero había que pasar por la adolescencia, un periodo de tiempo que nunca tuvo suficiente marketing como para que sea aspiracional. Su mejor slogan es: «hay que pasarla», casi como un tramite farragoso, misterioso, como una apendicitis. Pero no tiene una extensión previsible, y menos un color o una intensidad percibida desde unos ojos de niño. En ese período empecé a darme cuenta que mi viejo no se las sabía todas. Por oposición, comenzaba a construir una opinión, no propia, sino diferente a la de mis mayores.
Mi Kairós asomaba a medida que mi adolescencia se ocupaba de leer todo lo que estaba cerca mío, y los Beatles ya disueltos sorprendían mis sentidos a todo volumen. Dónde estaba yo distraído cuando los cuatro de Liverpool aun actuaban juntos? Tanto Yes, Emerson, Like and Palmer o el primer Génesis, el mejor, completaban mi playlist adolescente.
Hay mucha más historia, más vueltas de reloj. Quizás encuentre el tiempo para contarla, en otro momento.
Cuánto tiempo transcurrido!!…pero cuál de todos? Kronos, Kairos, Aión. Lo único que sé, es que los tres me trajeron hasta aquí, y este tiempo de ahora quiero aprovecharlo, estando presente y llenarme los pulmones con su aire. Aquí estoy.